“La naturaleza aborrece el vacio” es una frase de Aristóteles. Ya desde hace más de 2,300 años, este gran hombre griego se había dado cuenta de una particularidad de nuestra realidad. Basaba su conclusión en la observación de que la naturaleza exige que todo espacio esté lleno de algo, aunque solo sea el aire incoloro e inodoro.
El mismo principio se aplica a nuestra vida espiritual. Cuando el Espíritu Santo empieza a convencernos de pecado, de inmediato nos viene a la mente la idea de comenzar un plan para mejorar personalmente. Nos esforzamos al máximo para terminar con nuestros peores hábitos.
Mas si tratas de NO PENSAR ni HABLAR de cosas malas, puedes de hecho estar atrayéndolas… tal y como la frase “no pienses en un elefante rosa” inmediatamente haces que la imagen de un paquidermo de ese color se asome a tu imaginación, todo intento de liberarnos de pensamientos, actitudes y deseos impuros está destinado al fracaso, porque despojarnos de cualquiera de estas cosas genera un vacío en nuestra alma. En cuanto nos vaciamos de un
vicio, entran otros en su lugar, y terminamos igual de mal o peor de lo que empezamos. Pensar en los vacíos nos ayuda a entender la importancia de lo que Pablo les decía a los efesios cuando oraba para que Cristo morara en los corazones de ellos por medio de la fe y para que «[conocieran] el amor de Cristo, para que [fueran] llenos de toda la plenitud de Dios» (3:19).
La única solución permanente para el problema del pecado en nuestra vida es sustituirlo con el amor de Jesús, que llena el vacío. Cuanto más llenos estamos de Su amor, menos lugar hay para cualquier cosa mala.
No necesitamos arreglar nuestra casa antes que Cristo entre. Él la acomoda después de dejarlo entrar.
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