domingo, 21 de febrero de 2010

¡NO ES MI CULPA!

Una Señora en Morelia, Michoacan, está demandando a su vecino por daños y perjuicios, luego de haber chocado su propio automóvil al dar marcha atrás, con el camión de su vecino que  estaba estacionado. La Mujer de 45 años dice  que, debido a que el «vehículo de mi vecino dañó mi auto particular», el Vecino le debe $2,500 pesos. Con todo lo ridículo que esto suena, echarle la culpa a los demás ha sido una característica humana básica desde el comienzo.

Cuando Adán y Evan comieron del árbol prohibido, sus ojos fueron abiertos y perdieron su inocencia. Dios le hizo al hombre una pregunta sencilla pero penetrante: «¿Dónde estás?» (Gén. 3:9). En el pasado, Adán tenía una comunión íntima con Dios, pero ahora respondió con temor y se escondió.

La pregunta de seguimiento de Dios fue más condenatoria que la primera: «¿Has comido del árbol del cual te mandé que no comieras?» (v.11). Luego comenzó el juego de la culpa. «La mujer que Tú me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí» (v.12). El hombre le echó la culpa a Dios y a la mujer por su pecado. La mujer le echó la culpa a la serpiente en vez de culparse a sí misma. Desde ese día en el jardín del Edén, tendemos a echarle la culpa a los demás en vez de asumir nuestra responsabilidad por nuestras elecciones pecaminosas.

Cuando pecamos, debemos asumir la responsabilidad. Oremos como David: «Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad» (Sal. 32:5).

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