La pandemia de gripe AH1N1 centró la atención del mundo en
los virus. Estos son organismos vivientes que necesitan un huésped para
sobrevivir y para causar estragos. En algunos casos, un virus está presente
muchos años antes de que el huésped siquiera se entere. Durante ese tiempo,
puede provocar daños incalculables en diferentes partes. Si se lo elimina de
dicho huésped, el virus puede permanecer latente o morir.
De manera similar, el pecado necesita un huésped para
mantenerse vivo. Por sí solos, los pecados como el orgullo, la codicia, el
enojo y el egoísmo son sólo palabras. Sin embargo, cuando el pecado domina un
huésped humano, trabaja provocando destrucción mientras la persona tiene vida.
Gracias a Dios, por la muerte de Jesús como sacrificio en la
cruz, los creyentes en Él han sido posicionalmente «libertados del pecado» (Romanos
6:18). Aunque seguimos pecando, el Espíritu Santo que vive en nosotros nos
ayuda a resistir ese «virus del pecado»: los deseos de la carne (Gálatas
5:16). El apóstol Juan nos dice: «Ninguno que sea hijo de Dios practica el
pecado, porque tiene en sí mismo el germen de la vida de Dios» (1
Juan 3:9 DHH). Ahora andamos en dependencia del Espíritu y un día nos
presentaremos «sin mancha delante de su gloria con gran alegría» (Judas
24).
¿Esto no te produce un gran consuelo al enfrentarte hoy con
un mundo infectado por el «virus» del pecado?
El pecado es la enfermedad, Cristo es la cura.
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