Cuando Abraham tenía 75 años, Dios lo llamó para que dejara el país de su padre. Y así, avanzado en años, partió hacia la tierra de Canaán. Estaba desarraigado, sin hogar, «sin saber a dónde iba» (Hebreos 11:8). Esa fue la historia de la vida de Abraham.
La edad trae cambio e incertidumbre. Significa la transición de un pasado familiar a un futuro incierto. Puede significar el traslado del hogar familiar a un lugar más pequeño, a la casa de alguna hija, a algún asilo o algún hogar de reposo -el “centro vacacional final”. Al igual que Abraham, algunos de nosotros nos abrimos paso de un lugar a otro, siempre viajando y sin saber a dónde vamos o cuánto tiempo estaremos en algún lugar.
Pero podemos estar en casa en cualquier lugar, por cuanto nuestra seguridad no radica en donde vivimos sino en Dios mismo. Podemos habitar «al abrigo del Altísimo» y morar «a la sombra del Omnipotente» (Salmo 91:1). Allí, en Su presencia y bajo Sus alas, hallamos refugio (v.4). El Dios eterno se convierte en nuestra habitación (v.9).
Aunque puede que nuestra morada aquí en la tierra sea incierta, Dios será nuestro compañero y amigo hasta que terminen nuestros días de viaje y lleguemos al verdadero hogar de nuestro corazón -el cielo. Hasta ese día, iluminemos a otros viajeros con la luz de la amorosa bondad de Dios
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